Cuando alguien deposita su confianza en mí me siento muy halagada. Si alguien me pide ayuda trato de brindársela. Me gusta que las personas que me rodean puedan beneficiarse de los éxitos que yo consiga. Trato de ser respetuosa con los demás y no decir cosas que yo sepa que pueden ofenderles. Intento, en la medida de lo posible, tratar a quienes me rodean como me gustaría que me trataran a mí. Pero la gente, muchas veces, ni siquiera se plantea este asunto. Y entonces yo sufro, porque los miramientos me roban una energía que me gustaría ver recompensada de alguna manera, o al menos, que no caigan en saco roto.
Fijaos en algo tan sencillo: Estoy enfadada porque no he recibido un par de llamadas o e-mails de vuelta que esperaba. Todos iniciados por mí. Un mensaje, por ejemplo, para preguntar a una persona que me tiene muy preocupada si estaba bien, con la opción de, si no quería hablar, que me diera un toque, y así quedarme tranquila. Pero no, nunca llegó, y encima la he visto esta misma tarde y me consta que estaba mucho mejor de lo que yo hubiera esperado.
Resumiendo, estoy jodida porque, consciente o inconscientemente, estas personas de las que hablo no han sido ni para dedicarme un minuto escribiendo un mensaje o dándo un toquecito al móvil. Ni siquiera se han inventado una excusita para decirme algo. No... Se han saltado las normas del decoro (supongo que tendrán mil explicaciones que a mí me resultan inútiles), y, otorgando un valor de cero a mi interés por ellas, me han molestado. Y lo peor es que no le dan importancia.
Y eso hace que me sienta como una gilipollas y se me quiten las ganas de ayudar a nadie a resolver nada.
¿Soy quisquillosa e infantil? No lo sé... Pero en estos momentos ME DA IGUAL.
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