Bueno chicas, mi primera incursión en el blog y espero que no sea la última. Por una vez he querido desvincularme de mis pensamientos sobre la vida y los hombres (esos animales exóticos y atrayentes que tantos quebraderos de cabeza nos dan), para ir un poco más allá y cruzar la línea que separa lo mundano de lo demás. Este es un relato que se me ocurrió una noche cualquiera, conduciendo de camino a casa, por una interminable carretera semiasfaltada y oscura, como siempre. Me rondaban la cabeza vivencias del día y algunos desengaños. De repente, me vino una imagen tan vívida a la mente que tuve que aminorar la marcha para mirar hacia atrás y comprobar que seguía sola... como de costumbre. Éste es un relato para los conductores solitarios, para la gente que se hace preguntas, para los que piensan que quizá tras la realidad corriente que nos envuelve se esconde algo más, algo que sólo es perceptible cuando la oscuridad lo cubre todo, y unas luces de freno lejanas se convierten en tu única guía...
Vamos a escaparnos por un momento de la realidad. ¿Me acompañáis?
Raquel
LOS MERODEADORES (PRIMERA PARTE)
Nunca los he visto, pero eso no me impide saber que están ahí. Me aferro a esta creencia con una fe ciega que ya la quisieran para sí muchos católicos.
A veces, cuando circulo por una carretera solitaria, como la que conduce a la montaña del Norte, sin luz, sin arcén, sin señales de vida alrededor a partir de las nueve de la noche, los siento… y siento que ellos me sienten a mí también. Puedo notar sus movimientos acelerados, inconexos, sus palpitantes pasos, su reptar ameboideo, y sus intenciones.
Cuando un animal muere atropellado en la carretera, para nosotros termina siendo una mancha en el asfalto que inútilmente pretendemos esquivar: hueso, piel y carne amasados en una mezcla imposible. Para ellos se convierte en otra cosa: en su alimento.
Devoran los cadáveres descompuestos, aún calientes, manchados por el caucho de las ruedas, devoran cadáveres en posturas antinaturales, con miradas esquizoides, con olor a fuego y a miedo. A veces topan con buenos ejemplares en carreteras aisladas. Una vez vi a un perro grande, del tamaño de un mastín, en una de ellas. Había tenido bastante suerte porque el coche le había aplastado la cabeza y lo demás permanecía más o menos intacto. Muerte sin dolor. No había coches a la vista y era bastante tarde. Evité el obstáculo y seguí mi camino. Cuando volví a pasar por el mismo lugar, diez minutos más tarde, el perro ya no estaba. Habían sido ellos.
Ignoro hacia dónde llevarán los restos que recogen, aunque pienso que viven en oscuras madrigueras cerca de las carreteras, siempre cerca de ellas. Son un simbionte de los conductores agresivos y los errores humanos, y en cierta manera, realizan una labor de limpieza que aterra.
Sé que evitan las carreteras atestadas y que prefieren las zonas rurales, y también sé que sólo salen por la noche para no ser vistos. ¿Qué cómo lo sé? Ni yo misma puedo imaginarlo.
Nunca he visto a ninguna persona recoger un animal atropellado en una carretera. Sé que en algunas ciudades existe un servicio que realiza esta labor, pero aun así, seguirían sin explicarse todas las desapariciones en vías interurbanas, en rincones olvidados, en carreteras casi sin asfaltar, y sin embargo, siguen ocurriendo. ¿Los carroñeros? No soy una gran experta, pero creo que devorarían poco a poco el cuerpo, no lo trasladarían a ningún sitio. Es una cosa en la que pararse a pensar.
Hace dos años circulaba hacia la costa para realizar un curso de extensión del trabajo. La mayoría de mis compañeros eligieron agruparse en dos coches para viajar, pero yo tuve que hacerlo sola y salir más tarde porque necesité resolver algunos improvistos de última hora. Cuando me encontraba a 50 km aproximadamente de mi destino, en plena noche cerrada y sin ningún vehículo a la vista, vislumbré una figura tendida en el asfalto. Aminoré la marcha y cambié de carril para ahorrarme una sensación desagradable.
Era un gato. Un gato enorme, de unos ocho kilos de peso, de ésos atigrados grises que todo el mundo llama romanos, a saber porqué. Estaba tumbado en una postura anómala, con la cabeza cruelmente torcida y media cara desgarrada, mostrando los músculos faciales y una hilera de muelas sangrantes. Parecía mirar hacia la nada con su único ojo intacto, vidrioso y de un amarillo febril.
Entonces lo vi. Justo cuando pasaba al lado del maltrecho cuerpo, percibí algo entre las sombras. Confundiéndose en la oscuridad, conseguí ver unas garras diminutas, deformes, ávidas, que aparecieron de repente por la cuneta y asieron al animal por la cola, que era la parte más cercana a donde se encontraban.
Mi corazón me dio un vuelco y aminoré la marcha aún más. Me resistía a creer lo que estaba viendo, y aun así, contemplaba como unas afiladas uñas sucias por la tierra milenaria se movían convulsas y se clavaban en la piel del gato. Pareciendo abatir mi descrédito, dos nuevas garras salieron de las tinieblas y se aferraron a una de las patas traseras del animal, una pata descarnada con zonas sin piel alguna. Fue entonces cuando creo que grité.
Nunca los he visto, pero eso no me impide saber que están ahí. Me aferro a esta creencia con una fe ciega que ya la quisieran para sí muchos católicos.
A veces, cuando circulo por una carretera solitaria, como la que conduce a la montaña del Norte, sin luz, sin arcén, sin señales de vida alrededor a partir de las nueve de la noche, los siento… y siento que ellos me sienten a mí también. Puedo notar sus movimientos acelerados, inconexos, sus palpitantes pasos, su reptar ameboideo, y sus intenciones.
Cuando un animal muere atropellado en la carretera, para nosotros termina siendo una mancha en el asfalto que inútilmente pretendemos esquivar: hueso, piel y carne amasados en una mezcla imposible. Para ellos se convierte en otra cosa: en su alimento.
Devoran los cadáveres descompuestos, aún calientes, manchados por el caucho de las ruedas, devoran cadáveres en posturas antinaturales, con miradas esquizoides, con olor a fuego y a miedo. A veces topan con buenos ejemplares en carreteras aisladas. Una vez vi a un perro grande, del tamaño de un mastín, en una de ellas. Había tenido bastante suerte porque el coche le había aplastado la cabeza y lo demás permanecía más o menos intacto. Muerte sin dolor. No había coches a la vista y era bastante tarde. Evité el obstáculo y seguí mi camino. Cuando volví a pasar por el mismo lugar, diez minutos más tarde, el perro ya no estaba. Habían sido ellos.
Ignoro hacia dónde llevarán los restos que recogen, aunque pienso que viven en oscuras madrigueras cerca de las carreteras, siempre cerca de ellas. Son un simbionte de los conductores agresivos y los errores humanos, y en cierta manera, realizan una labor de limpieza que aterra.
Sé que evitan las carreteras atestadas y que prefieren las zonas rurales, y también sé que sólo salen por la noche para no ser vistos. ¿Qué cómo lo sé? Ni yo misma puedo imaginarlo.
Nunca he visto a ninguna persona recoger un animal atropellado en una carretera. Sé que en algunas ciudades existe un servicio que realiza esta labor, pero aun así, seguirían sin explicarse todas las desapariciones en vías interurbanas, en rincones olvidados, en carreteras casi sin asfaltar, y sin embargo, siguen ocurriendo. ¿Los carroñeros? No soy una gran experta, pero creo que devorarían poco a poco el cuerpo, no lo trasladarían a ningún sitio. Es una cosa en la que pararse a pensar.
Hace dos años circulaba hacia la costa para realizar un curso de extensión del trabajo. La mayoría de mis compañeros eligieron agruparse en dos coches para viajar, pero yo tuve que hacerlo sola y salir más tarde porque necesité resolver algunos improvistos de última hora. Cuando me encontraba a 50 km aproximadamente de mi destino, en plena noche cerrada y sin ningún vehículo a la vista, vislumbré una figura tendida en el asfalto. Aminoré la marcha y cambié de carril para ahorrarme una sensación desagradable.
Era un gato. Un gato enorme, de unos ocho kilos de peso, de ésos atigrados grises que todo el mundo llama romanos, a saber porqué. Estaba tumbado en una postura anómala, con la cabeza cruelmente torcida y media cara desgarrada, mostrando los músculos faciales y una hilera de muelas sangrantes. Parecía mirar hacia la nada con su único ojo intacto, vidrioso y de un amarillo febril.
Entonces lo vi. Justo cuando pasaba al lado del maltrecho cuerpo, percibí algo entre las sombras. Confundiéndose en la oscuridad, conseguí ver unas garras diminutas, deformes, ávidas, que aparecieron de repente por la cuneta y asieron al animal por la cola, que era la parte más cercana a donde se encontraban.
Mi corazón me dio un vuelco y aminoré la marcha aún más. Me resistía a creer lo que estaba viendo, y aun así, contemplaba como unas afiladas uñas sucias por la tierra milenaria se movían convulsas y se clavaban en la piel del gato. Pareciendo abatir mi descrédito, dos nuevas garras salieron de las tinieblas y se aferraron a una de las patas traseras del animal, una pata descarnada con zonas sin piel alguna. Fue entonces cuando creo que grité.
ARGGGGGHHH!!!
ResponderEliminarEstá GENIAL! Me encanta cómo escribes. Niña, no he podido despegar la vista del monitor... Menudo cuerpo me dejas para empezar el fin de semana. Uffff. Ahora tendré que emborracharme para conducir de noche y no asustarme, ¡menudo plan!
No te emborraches sola!!! Mejor acompañada de nosotras dentro de un ratito!! jejeje
ResponderEliminarGracias apísima, próximo capítulo el lunes (si mi cuerpo aguanta...)
Si lo que pretendes es que no durmamos, avisa. Menos mal que las pelis de miedo (las antiguas) me gustan y me han preparado.
ResponderEliminarQue intriga desde el comienzo hasta el final, es para que de un infarto. Me ha encantado, escribe más plisss.
Y Como tu dices mejor emborracharse juntas y si hay que gritar mejor unidas que así nos escuchan mejor.
Ciaito.
P.d.: espero que no te importe le haya puesto el título a tu post además queda como AARGGG!QUE SUSTO!! impacta má, resumiendo.